Los vagabundos del Dharma by Jack Kerouac

Los vagabundos del Dharma by Jack Kerouac

autor:Jack Kerouac [Kerouac, Jack]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Relato
publicado: 1957-12-31T23:00:00+00:00


19

Todos querían que durmiera en el sofá del cuarto de estar junto a la acogedora estufa de petróleo, pero yo insistí en que quería que mi cuarto fuera (como antes) el porche trasero con sus seis ventanas dando a los yermos campos invernales y a los pinares de más allá, dejando todas las ventanas abiertas y extendiendo mi querido saco de dormir sobre el sofá que había allí para dormir sumido en el sueño puro de las noches de invierno con la cabeza hundida dentro del suave calor del nailon y las plumas de pato. Cuando se acostaron, me puse la chaqueta y el gorro con orejeras y los guantes de ferroviario, y encima de todo eso mi impermeable de nailon, y paseé bajo la luz de la luna por los campos de algodón como un monje amortajado. El suelo estaba cubierto de escarcha. El viejo cementerio, carretera abajo, brillaba con la escarcha. Los tejados de las granjas cercanas eran como blancos paneles de nieve. Atravesé los surcos de los campos de algodón seguido por Bob, un buen perro de caza, y por el pequeño Sandy, que pertenecía a los Joyner, nuestros vecinos, y por unos cuantos perros vagabundos más (todos los perros me quieren), y llegué al lindero del bosque. Allí, la primavera pasada, había trazado un pequeño sendero cuando iba a meditar bajo mi joven pino favorito. El sendero seguía allí. Mi entrada oficial al bosque la constituían un par de pinos jóvenes que hacían de puerta. Siempre hacía una reverencia allí y juntaba las manos y daba las gracias a Avalokitesvara por la maravilla del bosque. Luego entré, precedido por la blancura lunar de Bob, camino de mi pino, donde mi viejo lecho de paja seguía estando al pie del árbol. Arreglé mi impermeable y mis piernas y me senté a meditar.

Los perros también meditaban. Todos estábamos absolutamente quietos. El campo entero estaba helado y silencioso a la luz de la luna, no había ni siquiera los leves ruidos de los conejos o los mapaches. Un frío silencio absoluto. Quizá un perro ladraba a unos ocho kilómetros hacia Sandy Cross. Sólo llegaba el débil, debilísimo ruido de enormes camiones rodando en la noche por la 301, a unos veinte kilómetros, y por supuesto el rumor ocasional de las máquinas diesel de la Atlantic Coast Line, con pasajeros o mercancías, yendo hacia el norte y el sur, a Nueva York y Florida. Una noche bendita. Inmediatamente caí en un trance carente de pensamientos donde de nuevo se me reveló: «Este pensar ha cesado».

Y suspiré porque ya no tenía que pensar y sentí que todo mi cuerpo se sumergía en una bienaventuranza en la que no podía dejar de creer, completamente relajado y en paz con todo el efímero mundo del sueño y del que sueña y del propio soñar. Acudían además a mí todo tipo de pensamientos, como: «Un hombre que practica la bondad en el campo merece todos los templos que levanta este mundo».

Y alargué la mano y acaricié al viejo Bob, que me miró contento.



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